¿Respeto al alumno o indiferencia?

Los centros educativos son un espacio para alojar las invenciones de los niños y jóvenes. Alojar la invención es tanto para los docentes como para los alumnos. En los docentes es necesario un discurso que autorice, que invite, que promueva la invención y que ese discurso sea garantizado por una persona que lo encarna.

A la manera del padre lacaniano que comenta J. A. Miller en su Lectura del seminario 5 de J. Lacan: Las formaciones del inconsciente, la institución educativa debería decir sí. Por supuesto hace falta el no, ya que si no lo hay, no puede haber sí. Pero a la institución educativa le conviene ser transgresora, saber transgredir la ley cuando hace falta, transgredirla en los casos singulares. Si la norma funciona sola sería el horror del automatismo.

Dando lugar a la excepción, a una ley más flexible, se puede movilizar el deseo, como nos enseña Lacan en su primera enseñanza, el tiempo de la primacía simbólica. La excepción humaniza la ley haciendo posible el deseo, instaura la singularidad frente al ideal normativo de alumnos “normales”, sin síntomas, todos iguales.

Pero humanizar la ley solo tiene interés si se encarna de la buena forma, es decir, particularizando el deseo. Es en ese sitio en el que se espera al docente, encarnando ese deseo.

Es el caso de la inhibición de una maestra que cuenta, en el grupo de trabajo con el que colaboro en un centro de primaria, cómo una alumna de 6 años quiere ir al baño de niños. Se activan las alertas de la identidad de género, los protocolos y lo políticamente correcto. Tras un debate en el grupo de trabajo sobre los caminos a seguir pregunto: ¿Le habéis preguntado por qué quiere ir al baño de niños?, pues no, a nadie se le había ocurrido. Al día siguiente encuentro a la maestra que nos dice que la niña quería ir al baño de niños porque está más lejos y así se entretiene fuera de clase. Vemos cómo la destitución del acto educativo promueve la desorientación. Esta destitución hace referencia a la instalación de un saber en el otro, un otro generalmente externo a la institución. Ese otro que porta los protocolos y las encuestas, que porta la estadística en la que se basan las intervenciones en la institución educativa. El saber que cada uno tiene sobre sí mismo queda fuera de escena, no hay preguntas sobre eso. Manejando la “norma” estadística pretenden argumentar que está “científicamente probado”, de manera que el docente, en algunos casos, se ha dejado arrebatar su “saber hacer ahí” en acto frente al alumno, su “saber hacer” que estaría conectado con su propio inconsciente, con su propio deseo y con su propia trayectoria como alumno y como docente. Un inconsciente con el que viene trabajando en la institución educativa desde que entró en el colegio con 4 años, como alumno. Un inconsciente del que muchos docentes han desconectado o no quieren escuchar.

Pero esta falta de cuestionamiento, de palabras, ¿no sería indiferencia? Este aparente respeto por lo que puede estar viviendo y sintiendo esta niña, sin preguntarle, ¿no sería indiferencia? Una indiferencia que da cuenta de la neutralización de las pasiones en juego. Lacan señaló que la apatía, sinónimo de indiferencia, era inherente al cumplimiento ciego de la ley, tanto en la ética kantiana, en “pos del bien común”, como en la del Marqués de Sade en su promoción del mal. Se mantiene así la ruptura del lazo social, pues hay algo que queda por fuera de la estructura discursiva. Lo que queda inevitablemente segregado en esta política es la subjetividad.

Las instituciones no reparan en gastos cuando se trata de poner en marcha, en nuestra sociedad, modelos de evaluación de “competencias “de los jóvenes en el campo educativo. No reparan en gastos cuando se trata de la “inclusión” de los distintos sujetos excluidos. Pero ¿no sería esto arrebatarles lo más singular? ¿De qué se habla cuando se habla de inclusión? Las conductas que se desvían de la norma serán consideradas cada vez más un trastorno, un desorden, un peligro, imponiéndose la decisión administrativa frente a la educativa. La educación actual tiende a restablecer el orden social de un “todos iguales” allí donde el psicoanálisis trabaja con el “todos distintos”, con el “uno por uno”. Esto está relacionado con el hecho de que nosotros tratamos con sujetos singulares y en ningún caso reducidos a lo universal.

Frente a la homogeneización del sistema, el psicoanálisis propone la diversidad, propone el “uno por uno”, en la medida que la institución haga valer y sostenga el acto educativo, en su dimensión más contingente en el encuentro entre docentes y alumnos. Un encuentro que dé lugar a la posibilidad de que el docente sepa decir sí a los hallazgos de los alumnos, a su “subversión creativa” (P. Lacadée, El despertar y el exilio) haciendo acuse de recibo de su enunciación o autentificando el elemento de novedad que llevan consigo y fundando un nuevo lugar que lo salvaría del agujero en el que pueden hundirse.

 

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